LOS DÍAS NEFASTOS

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Como ya sucedió otras veces, en lo referente al desarrollo de la Guerra Civil en Sevilla sigue imperando la mentalidad creada por los vencedores. Seguimos, por tanto, sin Historia

 

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Antonio Zoido

No existe una Historia sin días fastos y nefastos: las fechas de los unos y los otros la conserva de generación en generación como ejemplos de lo que ha servido para construir y para destruir la convivencia, para alcanzar las metas que se consiguieron y para impedir que se llegara a otras: la Historia consigna las victorias y las derrotas de los hombres y mujeres que formaron, siglo a siglo, cada comunidad.

Pero una cosa es la Historia, que por su propia esencia ha de terminar siendo objetiva a pesar de los obstáculos, y otra la perpetuación de la propaganda que de sí mismos construyen los vencedores de cada época mientras ésta finaliza. Mientras esto ocurre, la Historia se paraliza y, en su lugar, se instala una laguna mental que impide la reflexión y que no desaparece si, posteriormente, los hechos no se narran con objetividad.

Hace 80 años un numeroso grupo de militares y varios partidos políticos rompían con un golpe de Estado el difícil proceso democrático de una España empobrecida y en la situación caciquil propia de las sociedades sin clases medias. Sus prolegómenos se desarrollaron en los territorios coloniales del Norte de África y en Canarias pero el epicentro del terremoto estuvo en Sevilla.

Cuando un lustro antes se proclamó la república –en 1931– Sevilla vivía en un estado de postración causado por otro seísmo: la crisis que, desde Wall Street, aventó las ilusiones creadas por la Exposición Iberoamericana, en la que se habían puesto todas las complacencias, la que cambió la fisonomía de la ciudad y le había abierto puertas al mundo. Y, al margen de las transformaciones arquitectónicas y urbanísticas, y de la imagen radiante, había florecido también una Sevilla inmaterial, por donde discurrían ideas, sueños, proyectos afirmados en la renovación de los antiguos plusultras imperiales para enlazarlos con el mundo moderno.

Todo explotó con el fracaso de 1929 y, en ese cráter, anidó la locura. Ni los de arriba vieron la necesidad de tomar decisiones ante aquella crisis mundial, ni los de abajo otra forma de remediar su situación que la de echar mano a una estrategia entre infantil y suicida: la de convertirse en pirómanos de cuanto había simbolizado el sueño anterior. Nadie se movió de sus posiciones mientras las campanas de la economía anunciaban, sonando a rebato, la tormenta.

En ese clima yermo se produjo el golpe de Estado que partiría España teniendo a Sevilla como base logística y cabeza de puente de los partidarios de hacer de este país una reliquia del pasado, un enclave de teocracia medieval a punta de bayoneta. Por eso decidieron hacer tabla rasa de cuanto la ciudad había producido en los decenios anteriores.

Diezmada fría e inmisericordemente la población trabajadora de los barrios, llevados al paredón los militares demócratas y todos los representantes del pueblo en las instituciones, los hunos del siglo XX dedicaron sus condenas al mundo de las ideas: la universidad, los ateneos, las redacciones de las revistas florecidas tiempos atrás…, todo sufrió el rigor de sus botas.

Sevilla quedó descabezada civil, militar, política e intelectualmente; las cátedras y las aulas fueron ocupadas por gentes que se ponían el fascismo por birrete con convicción o conveniencia y anularon la memoria de cuanto se había forjado anteriormente en las fraguas del pensamiento. Sevilla se convirtió en un lugar provinciano: su inmediata ocupación por los vencedores la dejó, incluso, sin los héroes y heroínas que los vencidos en otros lugares tuvieron como triste premio de consolación.

De nuevo sucedió lo que ya había pasado en el XVII con la expulsión de los moriscos, en el XVIII con la prisión de los gitanos y en el XIX con la derogación de las libertades constitucionales: los nombres de Blas Infante, José Díaz, Labandera, Galerín, Barneto, Salinas, Blasco Garzón, Cansinos Assens y un inmenso etcétera fueron los de perfectos desconocidos para quienes, en los años sesenta, llegaban a la Universidad. De Salvador Valverde, el de Ojos verdes, o de Ramón Perelló, autor de Mi Jaca, nada sabían aquellos a los que seguía entusiasmando la copla andaluza, convertida en «española».

SIN UN CHAVES NOGALES

No pudo tener Sevilla un Chaves Nogales que, como en Madrid, describiera tan apasionada como objetivamente lo que sucedía, nadie dejó constancia fehaciente ni de grandezas ni de miserias; sólo hubo susurros para contar las impresiones sobre gritos en el silencio de la noche, alguna foto de presos saliendo de la Audiencia ya con la bala de la sentencia incrustada en el pensamiento y las escuetas notas de prensa que pregonaban su ejecución.

Esos días nefastos fueron arrancados del almanaque de nuestra Historia pero tampoco después se los ha vuelto a insertar de forma honorable escondiendo, con ánimo no menos infantil que el de aquellos pirómanos, el descuadre entre el Debe y el Haber de las columnas del Tiempo.

Han ido apareciendo, recientemente, investigaciones sobre lo ocurrido entonces que han visto la luz en libros de escasa tirada y colecciones distintas pero nada de cuanto sucedió, hace ahora 80 años, ha pasado a la esfera con la que la Memoria consagra los sitios, las personas, los objetos, las cosas y las lega. Se han retirado de las calles y plazas (y no del todo) los nombres de quienes promovieron y protagonizaron aquella tragedia sangrienta pero eso, sin recuperar no sólo los cuerpos sino las mentes y las obras de cuantos fueron sepultados, de los que tuvieron que exiliarse y de aquellos que quedaron en un destierro interior y obligados al silencio. Como ya sucedió otras veces, sigue imperando la mentalidad creada por los vencedores. Seguimos, por tanto, sin Historia.

 

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