Un gesto sencillo
María del Mar Martín
En democracia existe un gesto sencillo, cuya trascendental importancia suele pasar desapercibida. Un gesto que, como dijera Jorge Manrique en relación a la muerte, iguala a pobres y ricos. Un gesto que puede determinar el futuro de un país e incluso de la misma democracia.
Cuando los alemanes en el año 1932 votaron al partido liderado por Adolf Hitler no se imaginaban lo que vendría después, al igual que los británicos en 2016 al dejarse engañar por las mentiras de los partidarios del Brexit o los norteamericanos por los discursos populistas de Trump.
En cada uno de esos momentos la ciudadanía tuvo en su mano una papeleta con un sobre y, sobre sus conciencias, la responsabilidad de construir la Historia. Una vez depositada la elección en la urna, ya no hay vuelta atrás: el futuro comienza a hacerse realidad. Y es, esa realidad, la que deberíamos imaginar antes de escoger la papeleta.
Entre todas las imaginadas yo elijo una realidad en la que la educación y la sanidad sean públicas y de calidad. La investigación científica y la cultura una apuesta sincera. La búsqueda de nuevos nichos de trabajo para reducir el desempleo una prioridad y, para hacer posible todo ello, unos impuestos progresivos que hagan pagar más a los que más tienen, acabando con los paraísos fiscales y las SICAV. Una realidad en la que los sectores estratégicos de la economía sean públicos y eviten abusos y pobreza. Una realidad en la que la diferencia y la diversidad sean fuente de riqueza y no de enfrentamiento, la igualdad un hecho y la lucha contra la desigualdad social un compromiso real. Una realidad en la que las mujeres no seamos cosificadas tras banderas de modernidad y nuestro silencio entendido como una afirmación.
Estas realidades están descritas en algunos de los programas electorales pero se desdibujan ante el ruido que los medios y redes sociales provocan, adormeciendo el raciocinio y sustituyéndolo por una suerte de sentimiento irracional.
Nunca antes, en democracia, unas elecciones generales habían sido tan importantes. Nunca antes, en democracia, se había visibilizado un partido con ideario pre-democrático e incluso antidemocrático. Los derechos y libertades civiles y sociales, nunca antes, en democracia, habían sido puestos en discusión y los avances propios de una sociedad moderna, nunca antes, en democracia, habían estado en peligro.
Como cantos de sirena, envueltos en discursos vacuos, nos conducen al precipicio apelando a nuestra salvación. Ellos, que se reconocen los legítimos representantes del pueblo español, como si el resto no lo fuera ni lo mereciera. Ellos, que quieren segregar la educación entre niños y niñas e imponer el himno de la legión en las escuelas. Ellos, que pretenden levantar un muro en Melilla y no reconocen la violencia machista, a pesar de que sean ya 18 las mujeres asesinadas en lo que llevamos de año, están radicalizando las ideas y los mensajes hasta extremos inadmisibles. Sus arengas, más próximas a una contienda militar que política, se forjan en lo intangible y se dirigen a las emociones procurando el asalto a las instituciones en las que no creen.
Pero, en democracia existe un gesto sencillo, cuya trascendental importancia suele pasar desapercibida. Un gesto que, como dijera Jorge Manrique en relación a la muerte, iguala a pobres y ricos. Un gesto que puede determinar el futuro de un país.
Ni ellos, ni otros, imaginan que el pueblo español es sabio y que, a pesar del silencio, conoce su pasado, su presente y sobre todo sueña con un futuro de libertad, igualdad y solidaridad.