Ser mujer bajo el franquismo

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Lidia Falcón

Esta mañana del 28 de junio el Grupo Parlamentario Unidos Podemos nos rindió un homenaje a los represaliados por el franquismo. Ha sido breve pero emotivo.

Con la asistencia de pocos de los supervivientes de aquella barbarie,  los discursos de alguna de las víctimas y de los representantes de los partidos que forman la coalición, más las aportaciones del PNV, PDCat, y Odón Elorza. Y fueron denunciadores de los horrores de la represión que se ejerció durante 40 años –en algunas regiones más- sobre los obreros, los políticos, los sindicalistas, los maestros, los luchadores vecinales y estudiantiles, los escritores y los artistas, los republicanos, los masones y los anarquistas. Y estuvieron bien.

Pero únicamente Julia Hidalgo, representante del PCE, recordó a las mujeres, que anónimamente, lucharon sin descanso y sin tregua contra la dictadura.  Y yo pregunto, ¿no hay manera de que algún dirigente político se acuerde de que existieron mujeres en el país? ¿Y que fueron perseguidas y encarceladas y torturadas y fusiladas? ¿Tiene que ser siempre, y únicamente, otra mujer –porque no todas las que hablaron las recordaron- la que rinda homenaje a sus compañeras? Ninguna pancarta portaba rostros de mujer. Ni siquiera las 13 Rosas fueron recordadas.

En mi libro En el Infierno – Ser Mujer en las Cárceles de España, escribí:

“Este libro va dedicado a todas las mujeres que sufrieron en el más indiferente anonimato, la persecución, el arbitrario encarcelamiento, el desprecio y la humillación de sus guardianes y de sus jueces, en el largo calvario de nuestro país bajo la dominación fascista…Las mujeres españolas, mientras dedicaban toda su energía a mantener con pleno rendimiento la industria de guerra y la producción de paz, la agricultura, la escuela y el hospital, soportaron, primero los bombardeos y el hambre en la catástrofe guerrera, sufrieron más tarde el derrumbamiento de sus hogares, la derrota de sus esperanzas, y con la muerte en el alma, enterraron a sus padres, a su marido, a sus hermanos, y siguieron cumpliendo el papel asignado desde siempre: parieron y criaron a sus hijos, trabajaron en los campos y en las fábricas, manteniendo vivo el fuego de los ideales por los que habían muerto los suyos.

Las mujeres de nuestro pueblo supieron ser fieles a sus héroes y mártires. Durante cinco, diez, veinte años ininterrumpidos esperaron a sus hombres en las puertas de las cárceles, haciéndoles más llevadera la prisión con sus visitas, con sus cartas, con sus paquetes difícilmente conseguidos. Educaron a sus hijos, garbanzo a garbanzo y remiendo a remiendo en la devoción a la padre preso. Y los hombres que ganaron el respeto y la admiración del mundo entero, pudieron mantenerse firmes y esperanzados gracias al sacrificio de las ignoradas mujeres que les dedicaron íntegramente los mejores años de su edad. Nunca se han contado un mayor número de fidelidades observadas, sin una vacilación, día a día.

Otras muchas, todas ignoradas, fueron y son héroes y mártires de esa lucha que es también la suya. Murieron en las ciudades incendiadas y en las largas caravanas de la huida. Colaboraron activamente en las organizaciones clandestinas que continuaron la batalla sin descanso. Llevaron los mensajes claves para los grupos de la resistencia, a través de las montañas, burlando los puestos de vigilancia, desafiando los controles y los registros, en el decenio de lucha guerrillera del país. Escondieron hombres y armas en los sótanos de las casas. Recaudaron peseta a peseta el dinero que permitía mantener la huelga, dar de comer a los militantes escondidos, sostener el aparato de propaganda, adquirir la documentación falsa que salvara la vida de los compañeros. Imprimieron octavillas y folletos y los repartieron a despecho del riesgo. Y en la misma medida que a los hombres, la represión las apaleó, las torturó, y por su condición de mujeres fueron violadas y ultrajadas en los cuarteles, en las comisarías, en las cárceles, en los campos de concentración.

Para ellas no hubo indulgencia sexista. Fueron fusiladas tras un simulacro de juicio y cumplieron condenas de decenas de años, bajo los gritos de los vencedores, en el frío, el hambre y la miseria. Dieron a luz en las enfermerías de las prisiones y lactaron sus hijos en sus exhaustos pechos, alimentados con pan remojado. Sobre el dolor de darles la vida sufrieron la desdicha de verlos morir entre las rejas, o de perderlos arrebatados por la insania de sus carceleros.

Nunca renegaron de sus creencias. Ni indultos ni remisiones de condena les fueron concedidos por mor de su condición de mujeres. Y nadie ha recordado sus nombres, nadie ha escrito su epopeya, porque la historia siguen escribiéndola los hombres. La ayuda económica y moral de los grupos y de los pueblos en lucha se ha volcado en las cárceles de hombres. Para ellos se han escrito los panfletos, se han levantado las masas en multitudinarias manifestaciones, se ha gritado en todos los idiomas la exigencia de justicia. Para ellos se han publicado las páginas literarias más hermosas y vibrantes. El recuerdo y el homenaje a los mártires de la lucha sólo incluyen a las mujeres en ese plural de las palabras que es siempre masculino.

Muchas otras mujeres han caído víctimas de la miseria, de la ignorancia, de la masacre social que ha machacado al pueblo español. Esas mujeres se han prostituido para comer y dar de comer a los suyos, favorecidas por el clima de corrupción, de mercado negro, de especulación y de estafa de un régimen que le señala a la mujer el burdel como única solución. Han abortado mientras la mortalidad infantil alcanzaba el más alto índice de Europa, y los escupitajos de la moral oficial las condenaba a la muerte civil.

La patria que las abandonó y las repudió primero, las amontona después en las cárceles. Las mujeres en prisión no mueven la política ni la sociología ni el arte ni la literatura. En un escalón más bajo, más despreciable, más olvidado que el preso, está la presa. Por ellas no se firman manifiestos, ni se escriben panfletos, ni se editan denuncias. Por ellas no hay interpelaciones en los Senados ni ruedas de prensa ni emotivas acusaciones de personajes influyentes al poder público.

Las últimas ventajas conseguidas en las prisiones de hombres no se han hecho efectivas hasta muy tarde en las de mujeres. Para ellas se dan unas condiciones muy especiales represivas, y su voz es débil y su fuerza escasa. Detrás de los muros carcelarios se ha tendido un impenetrable telón que las entierra.

A todas ellas va dedicado este libro. A las compañeras de luchas, a las compañeras de prisión, que han arrastrado meses y años los sufrimientos del encierra carcelario, sin que nadie las viera, ni oyera sus voces ni recordara sus nombres”.

Todo esto me hubiera gustado poder haber leído esta mañana.

Artículo publicado en público.es el 28 de junio de 2017

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