El lobo y los siete cabritillos

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Mar Martín

Los que no quieren saber nada de la memoria, o mejor dicho del dolor y sufrimiento que la dictadura que defienden provocó en la población española, sin mencionar el retraso y atraso en el que nos sumió durante 40 años de nuestra historia reciente, son los mismos que a diario, nos la recuerdan. Sus formas incendiarias, maleducadas e irrespetuosas; su ideología misógina, racista y xenófoba, disfrazada de ridículo mesianismo, su falsedad y doble moral, no son sino reflejos de aquel pasado que creíamos olvidado y, arraigando sus raíces en el fascismo más soez o nacismo más sofisticado, fagocitan el marco de convivencia que les brinda la democracia.

Que hayan sido una mujer, un homosexual y un profesor las dianas de las amenazas de muerte no es casual. La mujer ostentaba un puesto, para ellos, reservado a los hombres, el de Directora General de la Guardia Civil, el homosexual la cartera de un ministerio, para ellos de naturaleza implícitamente homófoba, el de Interior, y el profesor la ex vicepresidencia de un gobierno de rojos y por lo tanto ilegítimo, como para ellos lo fue también el que salió de las urnas en 1936. Fue entonces, una vez declarado el golpe de estado, cuando la persecución se adelantó a la guerra y comenzaron los asesinatos de maestros y maestras, de homosexuales y de mujeres que rompían moldes tradicionales o eran esposas, hermanas y madres de perseguidos por su ideología. Fue así como torturaron y asesinaron a Antonio Benaiges maestro de Bañuelas en Burgos, al homosexual Federico García Lorca y a María Domínguez Remón, alcaldesa socialista de la localidad aragonesa de Gallur. Tres nombres de una lista de cientos de miles que forman parte de esa memoria de la que no quieren saber.

Estos, que hoy visten de verde moco, que diría Nieves Conconstrina, son los herederos de aquellos que vieron peligrar sus privilegios y provocaron una guerra. Son los que han estado escondidos durante años en las cavernas, que no en Atapuerca, porque incluso aquí, a diferencia de ellos, sus habitantes fueron solidarios y compasivos. Son los mismos que no creen en la democracia y vienen a destruirla desde dentro. Porque cuando se carece de argumentos y de propuestas o, los que se tienen son indefendibles en una sociedad moderna, solo queda el incendio, en cuyos rescoldos dibujan una silueta que, a poco, que nos esforcemos, podemos identificar y eliminar. Porque sólo de nosotros depende sacarlos de las instituciones y de la vida pública que envenenan. Porque ahora ya no nos pueden amedrentar, ni con la Inquisición, ni con la represión. España ya no es el país de analfabetos que fue, que procuraron durante 40 años que siguiera siendo y que ahora les gustaría que fuera. España no quiere esa ultraderecha insultante, retrógrada y mentirosa. Vestida de símbolos trasnochados y discurso torpe y facilón. España quiere un país progresista que mire a los ojos al resto de Europa. Un país de valores humanistas, en el que la tolerancia y la solidaridad sea su bandera. Una sociedad con menos desigualdades y mayor cultura, medioambientalmente sostenible y que recobre el sentido de la palabra libertad, demasiado manoseada por esos que precisamente se la robaron a nuestros abuelos y abuelas. Esos mismos que, como en el cuento del lobo y los siete cabritillos, enseñaron la patita empolvada por debajo de la puerta durante el debate televisivo de los candidatos a la presidencia de la Comunidad de Madrid del pasado martes, y que hoy han enseñado las garras al descubierto en el de la cadena SER.

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