DESOLACIÓN

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Mar Martín

La frágil tensión que desde la II Guerra Mundial ha mantenido en equilibrio las relaciones entre trabajadores y oligarquías ha llegado a término.
El pacto tácito al que se llegó en los prolegómenos de esa terrible guerra y que prometía un futuro mejor para los hijos de los trabajadores a los que se pedía un importante esfuerzo y que sería la construcción del Estado del Bienestar, ha caducado.
Ya están hartos de tanta redistribución de la riqueza, de tanta igualdad de oportunidades y de tantos derechos laborales.
Esas migajas, que además siempre creyeron suyas y que nos dieron a su pesar durante todos estos años, nos las quieren quitar para que vuelvan a su poder. Ha llegado su hora. El momento de imponer su orden de las cosas. De que todo vuelva al principio, donde las desigualdades les dan la fuerza y el privilegio. Donde la educación es para los ricos, la sanidad un lujo sólo a su alcance y el trabajo digno una exclusividad para los de su clase.
Para los demás queda el trabajo precario, que roza ya la esclavitud en muchas empresas, la sanidad de beneficiencia y la educación de caridad, porque beneficiencia y caridad serán las únicas nuevas migajas que nos dejen una vez aniquilado el Estado de Bienestar, en el que nunca creyeron, como acaban de demostrar un año más en el borrador de sus Presupuestos Generales del Estado.
Ya nos lo advirtió el nuevo rey holandés, al decir que el Estado de Bienestar no es sostenible, y lo dice desde el púlpito de la anacrónica Monarquía. Cuando lo que no son sostenibles son las mentiras en las que se basan para desmontarlo.
Las luchas de los trabajadores desde los comienzos de la Revolución Industrial tuvo una recompensa: el Estado de Bienestar que se fue imponiendo en todos los países occidentales, en mayor o menor medida.
Pero el sacrificio de los millones de parados; de los cadáveres de una Sanidad a la que le acaban de esquilmar un 35,6% de inversión; de los suicidios y desahuciados, y la malnutrición de niños y ancianos por la pobreza, no tendrá ninguna recompensa.
Hoy no hay ciudades destruidas por los bombardeos. Hay desolación ante el derrumbe de los pilares sobre los que hemos crecido y en los que nos creíamos protegidos.

 

 

 

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