La matanza de Atocha, el momento clave de la transición

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El País

Un libro reconstruye la tragedia de enero de 1977 en la fueron asesinados cinco abogados laboralistas

Guillermo Altares

En aquel momento muchos, entre otros el ministro de Gobernación, Rodolfo Martín Villa, y el vicepresidente Alfonso Osorio, pensaron que la transición podría descarrilar en medio de la violencia. Sin embargo, al final, el asesinato de cinco abogados laboralistas en un despacho de la calle Atocha, 55 de Madrid, el 24 de enero de 1977, significó todo lo contrario: la confirmación de que, por mucho que el terrorismo lo intentase, los demócratas no iban a responder con armas a las armas. La aportación de los abogados asesinados aquella noche así como la de sus asesinos, pese a que pretendían todo lo contrario, fue la conquista de la libertad. «Sirvió sin duda para consolidar el camino a la democracia», explica Alejandro Ruiz Huerta, el único de los abogados que estaba aquella noche en el despacho que sigue con vida. Sobrevivió porque una bala chocó contra un bolígrafo Inoxcrom que llevaba en el bolsillo. «El ADN de la democracia está en Atocha. Siempre he creído en la reconciliación, por eso no pedimos la pena de muerte en el proceso».

Un libro de Jorge e Isabel Martínez Reverte, presentado este jueves en Madrid en la sede CCOO, que entonces era ilegal como todos los sindicatos de clase, reconstruye aquel momento trágico y a la vez crucial del camino de España hacia la democracia. La matanza de Atocha. 24 de enero de 1977 (La Esfera de los libros) no sólo relata el crimen, sino también el ambiente de aquellos siete días de enero, como tituló Juan Antonio Bardem su película sobre esa semana trágica. Jorge M. Reverte, un periodista y escritor que se ha especializado en largas crónicas sobre la historia reciente de España, empezó el trabajo en solitario. Un ictus que le dejó muy afectado físicamente pero perfectamente lúcido mentalmente se interpuso en su camino, y su hermana Isabel, una veterana periodista de TVE recientemente prejubilada, se sumó al proyecto.

El poder de los sindicatos verticales, especialmente la siniestra central de transportes, los guerrilleros de Cristo Rey, el comisario Antonio González Pacheco, alias Billy el niño, o su compañero Roberto Conesa, que fue el que denunció a las 13 Rosas: la violencia lo impregnaba todo aquellos días. El dictador había fallecido un año y tres meses antes, pero los tentáculos de su régimen seguían siendo poderosos. Dos manifestantes, Mariluz Nájera y Antonio Ruiz, habían muerto, ella por un bote de humo de la policía, él por un disparo de un ultra. Pero la violencia no solo venía desde la ultraderecha: el Grapo había secuestrado al presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol, y al general Emilio Villaescusa.

Tras la matanza, la situación era tan volátil que el Gobierno reconoció que no podía garantizar la seguridad ni de los heridos ni del cortejo fúnebre. Dos abogados, Manuela Carmena, hoy alcadesa de Madrid, y José María Mohedano, tuvieron un papel muy importante en las negociaciones para que el Partido Comunista, entonces en la ilegalidad, garantizase el orden y organizase el funeral, eso sí, sin armas. Sin aquella matanza es inconcebible la legalización de PCE en abril de ese mismo año, por la madurez política y la contención que demostró.

«Cuando volvimos al despacho después de un tiempo», explica Manuela Carmena, «se instaló una cadena de trabajadores voluntarios para protegernos, desde nuestro piso hasta la calle. Estuvieron meses. Se crearon unos vínculos inolvidables», prosigue esta abogada que, solo por una casualidad, no estaba aquella noche de enero en Atocha, 55. La exsenadora y exeuroparlamentaria socialista Francisca Sauquillo, cuyo hermano Javier fue asesinado, afirma por su parte: «Era una situación de enorme tensión, era muy difícil luchar por la democracia. En los despachos laboralistas entraba la policía o pistoleros de ultraderecha cada dos por tres. Ir a manifestaciones era un peligro porque podían matarte. Visto 39 años después es difícil percibir lo peligrosos y complicados que fueron aquellos años».

El libro arranca a las 22.30 del 24 de enero de 1977 en Atocha, 55. Entran dos tipos armados en el despacho laboralista, otro se queda en la puerta. Preguntan por Joaquín Navarro, un sindicalista que se ha enfrentado a los dirigentes de la central falangista de Transportes y que está en la cafetería de abajo. Empiezan a disparar hasta que vacían sus cargadores. Fueron asesinados los abogados Enrique Valdevira Ibáñez, Luis Javier Benavides Orgaz y Javier Sauquillo (hermano de Francisca), el estudiante Serafín Holgado; y el administrativo Ángel Rodríguez Leal. Resultaron gravemente heridos Miguel Sarabia Gil, Alejandro Ruiz-Huerta, Luis Ramos y Lola González Ruiz, casada con Sauquillo, que falleció el año pasado. Como si se tratase de una maldición, González Ruiz había sido novia de Enrique Ruano, asesinado por la policía en 1969.

Detrás de la matanza se encontraba un magma ultra, nostálgico del franquismo, dispuesto a no perder sus privilegios basados en la corrupción, la arbitrariedad y la violencia. «En los sindicatos verticales la corrupción era salvaje, tenían las pistolas encima de la mesa, vestían camisas azules. La huelga de transportes de 1976 representó una clara amenaza para ellos», señala Isabel Martínez Reverte. Los asesinos, juzgados y condenados en 1980, fueron Fernando Lerdo de Tejada, que logró huir con un permiso de fin de semana concedido por el juez Rafael Gómez Chaparro y cuyo paradero sigue siendo desconocido pese a que el crimen ha prescrito; Carlos García Juliá, actualmente encarcelado por tráfico de drogas en Bolivia y que también escapó durante un permiso; y José Fernández Cerrá, que salió en libertad condicional tras cumplir 15 años de prisión. Como inductor fue condenado Francisco Corredera Albadalejo, secretario provincial del Transporte. Falleció entre rejas.

Sin embargo, por las trabas que puso el juez Gómez Chaparro –»Pasará a la historia como el magistrado que más daño ha hecho al Estado de derecho en el comienzo de la transición», afirma el libro– y porque la policía no quiso seguir escarbando, las responsabilidades se quedaron ahí. «Era una mafia cutre y superviviente, de bajos fondos. Esto no es Sicilia», asegura José María Mohedano, abogado de las víctimas y un personaje clave aquellos días. «Tenían el poder de la estructura sindical franquista, que estaba viva y en funcionamiento, el apoyo de una parte de la policía y de todas las organizaciones de extrema derecha. Me hace gracia cuando se dice que la transición y la conquista de la democracia fueron fáciles: esa gente tenía estructuras muy sólidas. Aunque los individuos eran cochambrosos». Un personaje que Mohedano quiso llamar a declarar es Billy el niño, el comisario experto en torturar opositores, cuya extradición por crímenes de lesa humanidad ha sido solicitada por Argentina, pero negada por la Audiencia Nacional.

Todos los entrevistados para este reportaje recuerdan con dolor pero también con orgullo aquellos días de enero que ayudaron a cimentar la democracia buscando caminos para frenar la espiral de violencia desde el diálogo. No solo los supervivientes, otros abogados laboralistas, comunistas o no, que podrían perfectamente haber estado allí aquella noche, sino también personajes que en algún momento estuvieron cerca del régimen, como Antonio Pedrol Rius, decano del Colegio de Abogados «En la transición tuvo un mérito muy importante de la izquierda, pero también la derecha democrática. Nos sentamos con quién hiciese falta y llegamos a muchos acuerdos cediendo», explica Francisca Sauquillo, que deja claro, sin embargo, que «los ultras nunca entraron». Como recuerda Alejandro Ruiz Huerta, para demostrar la absoluta falta de arrepentimiento de los autores de aquella atrocidad, cada 24 de enero celebraban una mariscada en prisión. Y nunca tuvieron problemas para que les autorizasen a hacerlo.

La escritura o la vida

El abogado José María Mohedano facilitó una copia del sumario del proceso de los asesinos de Atocha a Jorge M. Reverte e incluso le prestó un pequeño despacho en su bufete para manejar el copioso material. Pero cuando llevaba escritas unas cien páginas, había realizado muchas entrevistas y tenía infinidad de notas, ininteligibles para cualquiera salvo el autor, sufrió un ictus.

“Haber podido seguir con el libro ha significado seguir vivo”, afirma Reverte, que se comunica sin problemas por correo electrónico, aunque tiene el habla afectada. “Yo ya identifico estar vivo con poder escribir. Siempre pensé que había que contar aquella noche, porque hubo gente que tuvo un comportamiento extraordinario”.

Noticia publicada el 29 de enero de 2016 en El País

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http://cultura.elpais.com/cultura/2016/01/28/actualidad/1453996340_803656.html

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