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Coso

Coso líquido de Jorge Mejías Garrón

 

María del Mar Martín

Resulta insoportable escuchar que la desigualdad entre hombre y mujeres no existe, que la ausencia de mujeres en los puestos de alta dirección, en los puestos intermedios y el trabajo feminizado es una cuestión de voluntad. Porque las mujeres a lo largo de la historia no han tenido la voluntad de formar parte del mundo laboral más allá del trabajo en casa. Si el triunfo de la voluntad que Leni Riefenstahl desplegó en su exitoso documental de propaganda nazi la hubieran tenido las mujeres de todos los rincones del mundo, sin excepción de raza, ni religión, su presencia en la literatura, la ciencia y el arte hubiera sido ejemplar. Aunque resulte increíble, falacias como ésta se defienden y se reiteran con pretensión de veracidad.

La jurista americana Deborah Rhode estudió las dinámicas sociales que impiden que la desigualdad de género se reconozca en la actualidad como un problema grave, distinguiendo tres patrones de actitud básicos: 1) la negación de la desigualdad: se desecha por completo que haya todavía discriminación contra las mujeres; 2) la negación de la injusticia: se reconoce la desigualdad, pero se justifica como si fuera consecuencia de decisiones propias de la mujer (aquí situaríamos a la mencionada falta de voluntad); 3) la negación de la responsabilidad: en caso de reconocer la desigualdad, no se piensa ser parte del problema ni de la solución.

Pese a todo lo que se ha escrito y estudiado sobre este asunto, se ha leído poco, por lo que ante esta sordera social hay que reiterar que las mujeres tienen una tasa de actividad más baja que los hombres (46,6%) y una tasa de desempleo mayor que los varones (51,7% frente al 48,3%). La población no activa es por tanto más femenina (58%) que masculina (41,8%), pero hay más mujeres que se han salido del mercado laboral después de haber tenido un trabajo (53,2% frente al 46,8%), según Lina Gálvez, catedrática de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.

Según Galvez[1], al explorar los motivos por los que hombres y mujeres dejan de trabajar y de buscar empleo emerge la evidencia de que ellas siguen más atadas a las tareas de cuidados. Un 6,7%, frente a un 0,6% de hombres, no trabaja porque se ocupa del cuidado de niños, ancianos y personas dependientes. Además, el 18,4% alega otras obligaciones familiares o personales. La jubilación, la razón principal para salir del mercado laboral, refleja la brecha de toda una vida: 45% de varones inactivos la disfrutan frente al 19,6% de mujeres. Sin embargo, desde la atalaya patriarcal, no es esta la realidad, sino la falta del triunfo de la voluntad de Riefenstahl la explicación de todo. Al capitalismo siempre le interesó la mujer como hacedora de obreros y cuidadora a tiempo completo de trabajadores masculinos, haciendo gratuita y carente de valor esta tarea. Sólo en tiempos de guerra las mujeres han ocupado el 100% de los puestos masculinos, pero cuando llegaba la paz, se la volvía a recluir al espacio privado del hogar para que continuaran con su designio divino de cuidadora. Según las teóricas feministas Mariarosa Dalla Costa y Selma James la explotación de las mujeres había tenido una función central en el proceso de acumulación capitalista, “en la medida en que las mujeres han sido las productoras y reproductoras de la mercancía capitalista más esencial: la fuerza de trabajo. El trabajo no-pagado de las mujeres en el hogar fue el pilar sobre el cual se construyó la explotación de los trabajadores asalariados, así como también ha sido el secreto de su productividad. Es el efecto de un sistema social de producción que no reconoce la producción y reproducción del trabajo como una actividad socio-económica y como una fuente de acumulación del capital y en cambio la mistifica como un recurso natural o un servicio personal al tiempo que saca provecho de la condición no-asalariada del trabajo involucrado.”

En la actualidad las universidades están repletas de mujeres y los mejores expedientes académicos suelen obtenerlos ellas, sin embargo, a la hora de acceder al mercado laboral, observan cómo son sus compañeros los que consiguen los puestos de trabajo y los que promocionan posteriormente en las carreras profesionales.

Según el Observatorio de la Mujer Empresa y Economía, del centro de estudios de economía aplicada (FEDEA), de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), las mujeres tienen más formación pero sufren más el desempleo. Hay más desempleadas que desempleados a medida que aumenta el nivel de formación, especialmente, desde la educación secundaria.

Según Gálvez, los altos cargos, donde está el poder y se toman decisiones, están copados por hombres. Es el techo de cristal o que las mujeres no se separen del «suelo pegajoso», que se produce como una especie de profecía autocumplida. Funciona en dos direcciones: Los estereotipos de género hacen que las mujeres no se postulen para determinados ascensos, sectores o puestos porque saben que no las van a escoger, y a la vez, esos estereotipos hacen que los empleadores no se lo ofrezcan a mujeres.

“Solo el 31,4% de los directores y gerentes son mujeres. No obstante, parecería que en el segundo nivel, el de técnicos y profesionales científicos e intelectuales, hay mayoría de mujeres, pero cuando se hace zoom en esa categoría se observa una concentración sobre todo en dos sectores muy feminizados, la enseñanza y la salud.”

La feminización y masculinización de algunos sectores, también, tiene que ver con los estereotipos, así en la industria agroalimentaria por ejemplo es habitual que las mujeres hagan trabajos más manuales como empaquetado y ellos conduzcan maquinaria. Para que más mujeres entren en ámbitos como la ciencia y la tecnología, pero también en la metalurgia o la construcción, y más hombres elijan profesiones tradicionalmente feminizadas, hace falta un enfoque integral con el objetivo de un cambio social amplio, según explica Gálvez. “Se necesitan modelos que seguir, hacer cambios en la educación (en la escuela y en la familia), reprogramar el ocio infantil, poner en marcha incentivos fiscales y terminar con los estereotipos que también perpetúan los medios y la publicidad. La brecha laboral y salarial cobra factura también al final de la vida. Solo un 37,1% de mujeres cobra pensión por jubilación, y las que la tienen, reciben un 62,4% de lo que ganan los hombres de media.”

Y por último están las invisibles, las mujeres no recogidas en las estadísticas, las que trabajan sin contrato, a menudo, como empleadas domésticas y cuidadoras, sin cotizar a la seguridad social, sin una pensión a la vista y sin protección de ningún tipo. Son más vulnerables, además, a los abusos y al acoso sexual.

Ante esta realidad, ciertos convencimientos procedentes de un absurdo negacionismo, resultan tan dramáticos como peligrosos porque responden a movimientos reaccionarios como todos los que ha sufrido el feminismo en sus 300 años de revolución. La caza de brujas durante los siglos XVI y XVII en los que murieron en la hoguera y torturadas unas 100.000 mujeres fue otra acción violenta de misoginia. Teóricas feministas reconocieron en la década de los años 70 que cientos de miles de mujeres no podrían haber sido masacradas y sometidas a las torturas más crueles de no haber sido porque planteaban un desafío a la estructura de poder. También se dieron cuenta de que tal guerra contra las mujeres, que se sostuvo durante un periodo de al menos dos siglos, constituyó un punto decisivo en la historia de las mujeres en Europa.

El tiempo ha pasado y ahora resultaría poco decoroso este tipo de exterminio, sin embargo surgen otros modos de violencia, en este caso, desde el lenguaje, ya que según el semiótico M. Bakhim el lenguaje está poblado de las intenciones de los otros. En este sentido el actor Alex O`Dogherty en la entrevista que el Diario de Sevilla ha publicado hoy: expresa: “Quien quiere colocar una carga negativa al feminismo usa el feminazi, otra perversión del lenguaje: convertir palabras muy negativas como nazi en cotidianas.”

Ni la tierra es redonda, ni el cambio climático amenaza, ni existe desigualdad entre hombres y mujeres. Desde el coso de altos muros de ladrillo que se construyen para no ver la realidad, imaginan, como en la cueva de Platón, sombras de irrealidades. Su tozuda negación es fruto de la desinformación beligerante o de la resistencia al cambio, a la inadaptación a nuevos escenarios en los que tambalee el discurso dominante y en los que la mujer pueda dejar de ser entendida como una amenaza.

Imagen: Coso líquido de Jorge Mejías Garrón

 

[1] El País. la discriminación laboral más allá de la brecha de género y el techo de cristal, con datos